viernes, 23 de abril de 2010

análgesico del alma

Un ligerín momento de lucidez, de elevación. Mi propio cascabel pasa unas horas conmigo para mañana ponerse su morral e irse de viaje de negocios. Me tiene confianza, por eso viene cuando es necesario y no cuando yo creo que lo es. Mi cascabel levanta mis pies del suelo y me indica con suavidad el camino; lo increíble y verdaderamente incomprensible, es que lo entiendo. A veces creo que viene, pero es la ilusión del cascabel, falsa inspiración, ganas de provocar risas que no tocan todavía y ganas de hallarme parecidos a otros. Ese no es. Son tintineos de otras campanas, de esas a las que estamos acostumbrados, de las que suenan en conversaciones vacías, en quejas inmutables, en comentarios regulares, en los estacionamientos y en los sitios de comida rápida.

Todos tenemos un cascabel.

El mío remueve lentes de contacto que uso sin percatarme para hacerme maga partícipe de todo. Me muestra el botón del cambio de frecuencia. Entonces me hace intuir que para que ésto tenga sentido tiene que haber un rompecabezas mayor que se está completando lentamente y del cual por ahora, sólo tenemos el borde. No son las colas, no son los juicios, no son las motos y los insultos, las poses y las frases, no es la resaca, ni el lunes ni el hastío. Mi cascabel me hace callar. Susurra que me rodean mini-piezas de una maquinaria más complicada que no me pertenece y que ésta se hace presente en momentos en los que la confianza llega como una suave cobija y nadie sabe porqué.

Mi cascabel dice sí


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