lunes, 18 de mayo de 2020

túnel vegetal

Hay un túnel vegetal
Y una curva pronunciada que inaugura la cuestión 
Una calma de tambor 
Y el rumor de los peñeros golpeando el malecón 

Mi mamá manejaba una Range Rover de 1975 que mi abuela mandó a traer desde Londres. Ya tenía sus años, el cuero de los asientos estaba desgastado y solo podías poner la radio am, pero tenía un olor a goma gruesa y gasolina que me encantaba. Ese olor era la promesa del viaje, porque mientras más rodábamos, más fuerte se hacía. Era una camioneta doble cabina con una maleta enorme, suficiente para armar una pequeña guarida. Ahí ponía dos almohadas, me quitaba los zapatos y me despedía del asfalto que íbamos dejando atrás.

Yo sabía que el camino tomaba un tono más místico cuando dejábamos Guatire y nos adentrábamos en la carretera Río Chico - El Guapo. Fue en esa doble vía que aprendí a silbar, descubrí lo que era un espejismo, comí chicharrón y escuché por primera vez a Ginette Acevedo y su interpretación de “Gaviota”. Recuerdo clavarle las uñas al asiento delantero cuando veía los conductores intentar adelantarse: mi primer ataque de pánico también fue ahí. 

Una vez pasado el sector más extremo, a la altura de San José, sabía que tenía que dedicar toda mi atención a los túneles vegetales que empezábamos a atravesar. Los miles de tonos de verde, el viento húmedo en la cara y el fugaz contacto visual con las personas al borde del camino me llenaba de euforia. Sabía que pronto vendría el mar. Hoy entiendo que soy ese verde todos los días; esa capa de hojas y musgo me acompaña siempre.

En algún momento tocaba detenernos para poner gasolina. Ahí aprovechaba para comprar un refresco frío sabor a uva, no sin antes ir al bañito de la bomba, con su jabón en polvo, su tobo de agua y su papel absorbente marrón. 

Años después se construyó una autopista que reducía el viaje a la mitad y dejamos de visitar esa carretera de doble vía. Si hubiese sabido en ese momento que ese trecho se convertiría en uno de los tramos más peligrosos del estado… no hubiese hecho nada distinto, no me quedo con nada por dentro cuando pienso en Barlovento

martes, 19 de noviembre de 2019

Si estuvieses aquí

(Texto de abril de 2016)


Si estuvieses aquí te diría que la canasta familiar alimentaria subió a 54.204,69 bolívares y el dólar a 637.

Te diría que esto pareciera estar por reventar pero que ya no me atrevo a asegurar nada. Hablaríamos
sobre lo rápido de los acontecimientos y yo trataría de darle sentido a eso mientras tú, probablemente,
te lamentes y cites a mi abuelo entre tus características palabras agobiadas.

Nos pudiésemos ir a comer una pizza margarita con champiñones sin maíz, a la que seguramente le
pondrías sal mientras te apresuras a llevarte un pedazo demasiado grande a la boca. Te pediría que te
calmes, que por comer así te ahogaste hace unos años con un pedazo de pollo y un ravioli. Eso te daría risa, porque te gusta ser tu propio bufón. Me tomarías la mano.

En el espaldar de la silla pondrías tu bolso de cuero y tu bata colgada. Porque basta que camines por la calle de blanco para que alguna vieja se desmaye y tengas que atenderla.

También te diría que a veces mi convicción me traiciona. Que sueño con arrancarme un rato como todo el mundo. Salir a caminar a las 8pm de cualquier tarde de Agosto y tomarme un vino barato, como hice varias veces cuando estuve lejos. Te lo confesaría solo a ti porque sé que no me lo vas a discutir, porque sueles ratificar casi cualquiera de mis anhelos.

Estoy cansada, eso también te lo diría. Sé que estoy haciendo lo que “debería estar haciendo”, pero me canso.

Y me cansa que no estés como estabas. Me cansa tener que enseñarte a vivir y me cansa aún más (y me asusta) darme cuenta de que no tengo ganas de convencerte.

jueves, 15 de agosto de 2019

Postales para mi paz

Postales para mi paz:



Una canoa atravesando el cañón

Dedos propios como mejores amigos

La Claudia de 5 años

Un grabado japonés

Ser un rinoceronte

jueves, 15 de noviembre de 2018

Los transportados

Otras nucas pesadas de magos distintos.
Cuellos columpiándose en el peso de la tarde

Otra vez la luz azul de los transportados
Manos que se aferran al fiel manubrio
El que no se va. El que no cambia

Otra vez al barco a remar
hacia adelante y hacia atrás

Nada es seguro menos el viaje
Y solo el viaje nos debe salvar


jueves, 27 de septiembre de 2018

El camino a Chirimena

Una palmera que se bate
Una brisa que gotea
Una franela que se estira
Un trago, un chiste, una marea

Unos párpados que atardecen
Pero nunca que se acuestan
El rastro de una barba
Un meñique, una corchea

Una sombra acalorada
la ropa mojada en la batea
Las pestañas todas juntas
Y las mejillas que queman

Una canción que me canto
Cuando ya nadie pasea
por esa casa amiguera
Y un silencio que patea

Un aborto de poema
Una fiesta siempre en mayo
El camino a Chirimena
Y cuando quiero callar, no callo
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domingo, 29 de octubre de 2017

Sal.


Apareció una llaga la comisura de mi boca. Dicen que aparece cuando hablas demasiado o cuando no dices nada. Todo estaba bien y en cuestión de horas empezó a molestar, sin aviso, sin precedentes.

Pasaron los días y crecía. Llegó el agua, el sueño, el alimento y la llaga inmóvil, mudada.

Me sorprendí a mi misma mordiéndola de noche, poniéndole sal, chupándola y haciéndola sangrar. Y ella no me lo impidió. Esa llaga era el testigo absoluto de mi estupidez.

“¿Me vas a provocar? Bueno, ahí voy entonces.”

Y ardía. Y me dolía.

Me retorcí por noches. En el día la mantenía a raya pero de tanto en tanto la vigilaba. Nuestro duelo empezaba en la noche, cuando nadie me veía.  Ahí le di rienda suelta a las ganas de arder. Hice todo lo que pude para que se hiciera más grande y más roja y más dolorosa, se convirtió en un ejercicio de poder.

De repente pasaron los días y empecé a comer como antes. Me dio risa un chiste, tuve que ir al banco y a la oficina, tomé varios autobuses, hice mercado.

Me asusté cuando empezó a formarse una capa más dura en la superficie. Empecé a temer que se curara.


Y la arranqué de nuevo. Seguro se ríe de mi.



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A veces no estamos listos para sanar, pero sanamos.
El secreto siempre está en no hurgarse.
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miércoles, 16 de agosto de 2017

El Pavo Real

Casi puedo ver mi expresión arrugada desde sus ojos. Enmarcada en esta ventana tengo esa mirada de desaprobación que suelen tener las viejas mayores cuando ven a una jovencita en una mini falda demasiado corta o con muchos tatuajes. El ceño se me frunce de manera inconsciente, se arruga sin mi autorización y así, sin quererlo, soy la señora escandalizada que juzga a la muchachita joven desde la ventanilla a medio abrir de este autobús.

Tendrá unos 17,18 años, contextura a punto de rebosar, en ese límite corpóreo justo antes de que el metabolismo haga lo suyo y ella se desparrame con los años. El mismo tipo de límite que me separa a mi misma de convertirme en la vieja juzgona que ahora me posee. Estamos las dos muy cerca de nuestra peor versión.

Con mucha lycra y franela, se bambolea de un lado a otro acompañada de los conductores, mucho mayores que ella, que esperan que el autobús se llene para partir. No es su primera vez aquí, de hecho viene todas las tardes. Y se pasea feliz y coqueta entre los choferes riendo de todos sus chistes y apretando antebrazos como quien busca conexión física casual. Hoy la tertulia la adereza la presencia de un oficial de la policía de Baruta que viene de tanto en tanto, dándole un carácter casi institucional al pavoneo.

Sus carcajadas llenan el ambiente en la parada así como unas violentas batidas de pelo. La verdad es que se trata de un despliegue de coquetería maravilloso, con todos los accesorios y artilugios; una clase, pues. Finalmente y como todas las tardes, el bus se llena, sube el conductor, el colector y ella se sienta en un asiento a su lado que estuvo reservando con un bolso enorme.

“Esta sí es arrecha...” pienso yo, con mi boca bien apretada y mi amargue de 6:30 de la tarde.
El camino no es menos coqueto para nuestra Lolita, los chistes del chofer deben ser muy buenos porque ella se asegura que todos seamos testigos de su rochela. Los comentarios oscilan entre chismecitos, dimes y diretes sobre cambios de ruta y pasajeros extraños que no pagan completo.
“Yo ya le dije a Miguel que si él no sabe contar, que yo le enseño.” dice en voz alta completamente resuelta. No entiendo porqué tiene que hablar tan alto. Al llegar a su parada, una mujer mayor con el desparrame y el ceño fruncido, la espera. Es como la mezcla perfecta entre la Lolita y yo: desparramada y amargada.

“¿Se puede saber dónde estabas tú, Andreína? ¿Estás viendo la hora que es?”
Andreína, a punto de bajarse, murmura un “Ay, chamo!” cómplice con el chofer y se muere de la risa mientras se despide con un beso.

De repente, me percato de una tensión en mi cuello y me doy cuenta de que no sólo estoy con la boca apretada y el ceño fruncido. sino que desapruebo con mi cabeza de un lado al otro. La metamorfosis es total. Soy la peor versión de mi misma.

Hay una progresión, un arco narrativo en las apariciones de Andreína. Una vez se trajo a una amiga a la parada, una flacucha tímida que seguro se llena de valentía con las ocurrencias de su compañera y con ella hace cosas que jamás haría, como pintar sus labios rojísimos o encariñarse con los conductores de la línea de Colinas de Bello Monte a las 7 de la noche. Ese día fui partícipe de lo que estoy segura fue uno de los golpes de adrenalina más importantes en la vida de esa flacucha, y todo gracias a su Quijote: Andreína.

Otra vez llegó a la parada con una bolsa de plástico llena de maquillaje. En el camino a casa, en medio de las curvas, Andreína logró maquillarse con toda la disposición de mostrarse ante su
nuevo novio que manejaba con demasiada rapidez por las callejuelas de Bello Monte. El rimmel temblaba con la vibración del autobús irresponsablemente cerca de sus pestañas, era inquietante y nunca pude entender cómo logró hacerlo sin meterse medio pincel en el ojo.


Hace un par de semanas entabló una relación estable con uno de los conductores. Desde ese día lo abraza desde la espalda con cariño, le aprieta la barriga y lo mira con admiración. Y por mucho que mi instinto morboso me haga imaginar que Andreína está siendo víctima de un gang-bang en la caseta de la policía o que es una traficante de dólares o que la raptan de tanto en tanto para que sea la protagonista de un ritual santero, el cuadro que se revela ante mis ojos es mucho más dulce. Él se deja, se entrega a su pavo real con tranquilidad y sin perversiones y enlaza sus manos con las de ella.


Desde hace unas semanas a Andreína la han estado entrenando para cobrar el pasaje. Ahora tiene responsabilidades y su desenfado está supeditado a sus labores en el autobús. Hace dos días me sorprendió cobrándome el pasaje a mi.

“Pasaje...” me dice sin levantar la mirada de un fajo de billetes que lleva en la mano. Me congelé. Andreína había salido de su escenario regular para hablarme y la tengo peligrosamente cerca. Resulta que es de verdad.

Me invadieron unas ansias enormes de preguntarle:
¿Qué edad tienes tú? ¿Te gusta mucho ser colectora? ¿Estás enamorada? ¿Ya se besaron? ¿Por qué tu mamá está tan triste? ¿No te da miedo? ¿No te da frío?


Estoy agitada, nerviosa. Siento que algo se expande en mi pecho, puedo percibir cómo cada poro de mi piel se abre y cierra como flores que reciben el sol. Me aferro al asiento sin quitarle la mirada de encima.

Todo pasa muy rápido hasta que me doy cuenta que mi silencio es de los incómodos. Busco en mi monedero dos billetes y se los entrego. Los agarra autómata y me da el vuelto sin mirarme para seguir su camino.

Me quedé inerte en mi asiento, como barrida por un huracán, pero mi ceño nunca estuvo tan relajado. 








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