domingo, 29 de octubre de 2017

Sal.


Apareció una llaga la comisura de mi boca. Dicen que aparece cuando hablas demasiado o cuando no dices nada. Todo estaba bien y en cuestión de horas empezó a molestar, sin aviso, sin precedentes.

Pasaron los días y crecía. Llegó el agua, el sueño, el alimento y la llaga inmóvil, mudada.

Me sorprendí a mi misma mordiéndola de noche, poniéndole sal, chupándola y haciéndola sangrar. Y ella no me lo impidió. Esa llaga era el testigo absoluto de mi estupidez.

“¿Me vas a provocar? Bueno, ahí voy entonces.”

Y ardía. Y me dolía.

Me retorcí por noches. En el día la mantenía a raya pero de tanto en tanto la vigilaba. Nuestro duelo empezaba en la noche, cuando nadie me veía.  Ahí le di rienda suelta a las ganas de arder. Hice todo lo que pude para que se hiciera más grande y más roja y más dolorosa, se convirtió en un ejercicio de poder.

De repente pasaron los días y empecé a comer como antes. Me dio risa un chiste, tuve que ir al banco y a la oficina, tomé varios autobuses, hice mercado.

Me asusté cuando empezó a formarse una capa más dura en la superficie. Empecé a temer que se curara.


Y la arranqué de nuevo. Seguro se ríe de mi.



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A veces no estamos listos para sanar, pero sanamos.
El secreto siempre está en no hurgarse.
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