Hay un túnel vegetal
Y una curva pronunciada que inaugura la cuestión
Una calma de tambor
Y el rumor de los peñeros golpeando el malecón
Mi mamá manejaba una Range Rover de 1975 que mi abuela mandó a traer desde Londres. Ya tenía sus años, el cuero de los asientos estaba desgastado y solo podías poner la radio am, pero tenía un olor a goma gruesa y gasolina que me encantaba. Ese olor era la promesa del viaje, porque mientras más rodábamos, más fuerte se hacía. Era una camioneta doble cabina con una maleta enorme, suficiente para armar una pequeña guarida. Ahí ponía dos almohadas, me quitaba los zapatos y me despedía del asfalto que íbamos dejando atrás.
Yo sabía que el camino tomaba un tono más místico cuando dejábamos Guatire y nos adentrábamos en la carretera Río Chico - El Guapo. Fue en esa doble vía que aprendí a silbar, descubrí lo que era un espejismo, comí chicharrón y escuché por primera vez a Ginette Acevedo y su interpretación de “Gaviota”. Recuerdo clavarle las uñas al asiento delantero cuando veía los conductores intentar adelantarse: mi primer ataque de pánico también fue ahí.
Una vez pasado el sector más extremo, a la altura de San José, sabía que tenía que dedicar toda mi atención a los túneles vegetales que empezábamos a atravesar. Los miles de tonos de verde, el viento húmedo en la cara y el fugaz contacto visual con las personas al borde del camino me llenaba de euforia. Sabía que pronto vendría el mar. Hoy entiendo que soy ese verde todos los días; esa capa de hojas y musgo me acompaña siempre.
En algún momento tocaba detenernos para poner gasolina. Ahí aprovechaba para comprar un refresco frío sabor a uva, no sin antes ir al bañito de la bomba, con su jabón en polvo, su tobo de agua y su papel absorbente marrón.
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