domingo, 29 de octubre de 2017

Sal.


Apareció una llaga la comisura de mi boca. Dicen que aparece cuando hablas demasiado o cuando no dices nada. Todo estaba bien y en cuestión de horas empezó a molestar, sin aviso, sin precedentes.

Pasaron los días y crecía. Llegó el agua, el sueño, el alimento y la llaga inmóvil, mudada.

Me sorprendí a mi misma mordiéndola de noche, poniéndole sal, chupándola y haciéndola sangrar. Y ella no me lo impidió. Esa llaga era el testigo absoluto de mi estupidez.

“¿Me vas a provocar? Bueno, ahí voy entonces.”

Y ardía. Y me dolía.

Me retorcí por noches. En el día la mantenía a raya pero de tanto en tanto la vigilaba. Nuestro duelo empezaba en la noche, cuando nadie me veía.  Ahí le di rienda suelta a las ganas de arder. Hice todo lo que pude para que se hiciera más grande y más roja y más dolorosa, se convirtió en un ejercicio de poder.

De repente pasaron los días y empecé a comer como antes. Me dio risa un chiste, tuve que ir al banco y a la oficina, tomé varios autobuses, hice mercado.

Me asusté cuando empezó a formarse una capa más dura en la superficie. Empecé a temer que se curara.


Y la arranqué de nuevo. Seguro se ríe de mi.



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A veces no estamos listos para sanar, pero sanamos.
El secreto siempre está en no hurgarse.
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miércoles, 16 de agosto de 2017

El Pavo Real

Casi puedo ver mi expresión arrugada desde sus ojos. Enmarcada en esta ventana tengo esa mirada de desaprobación que suelen tener las viejas mayores cuando ven a una jovencita en una mini falda demasiado corta o con muchos tatuajes. El ceño se me frunce de manera inconsciente, se arruga sin mi autorización y así, sin quererlo, soy la señora escandalizada que juzga a la muchachita joven desde la ventanilla a medio abrir de este autobús.

Tendrá unos 17,18 años, contextura a punto de rebosar, en ese límite corpóreo justo antes de que el metabolismo haga lo suyo y ella se desparrame con los años. El mismo tipo de límite que me separa a mi misma de convertirme en la vieja juzgona que ahora me posee. Estamos las dos muy cerca de nuestra peor versión.

Con mucha lycra y franela, se bambolea de un lado a otro acompañada de los conductores, mucho mayores que ella, que esperan que el autobús se llene para partir. No es su primera vez aquí, de hecho viene todas las tardes. Y se pasea feliz y coqueta entre los choferes riendo de todos sus chistes y apretando antebrazos como quien busca conexión física casual. Hoy la tertulia la adereza la presencia de un oficial de la policía de Baruta que viene de tanto en tanto, dándole un carácter casi institucional al pavoneo.

Sus carcajadas llenan el ambiente en la parada así como unas violentas batidas de pelo. La verdad es que se trata de un despliegue de coquetería maravilloso, con todos los accesorios y artilugios; una clase, pues. Finalmente y como todas las tardes, el bus se llena, sube el conductor, el colector y ella se sienta en un asiento a su lado que estuvo reservando con un bolso enorme.

“Esta sí es arrecha...” pienso yo, con mi boca bien apretada y mi amargue de 6:30 de la tarde.
El camino no es menos coqueto para nuestra Lolita, los chistes del chofer deben ser muy buenos porque ella se asegura que todos seamos testigos de su rochela. Los comentarios oscilan entre chismecitos, dimes y diretes sobre cambios de ruta y pasajeros extraños que no pagan completo.
“Yo ya le dije a Miguel que si él no sabe contar, que yo le enseño.” dice en voz alta completamente resuelta. No entiendo porqué tiene que hablar tan alto. Al llegar a su parada, una mujer mayor con el desparrame y el ceño fruncido, la espera. Es como la mezcla perfecta entre la Lolita y yo: desparramada y amargada.

“¿Se puede saber dónde estabas tú, Andreína? ¿Estás viendo la hora que es?”
Andreína, a punto de bajarse, murmura un “Ay, chamo!” cómplice con el chofer y se muere de la risa mientras se despide con un beso.

De repente, me percato de una tensión en mi cuello y me doy cuenta de que no sólo estoy con la boca apretada y el ceño fruncido. sino que desapruebo con mi cabeza de un lado al otro. La metamorfosis es total. Soy la peor versión de mi misma.

Hay una progresión, un arco narrativo en las apariciones de Andreína. Una vez se trajo a una amiga a la parada, una flacucha tímida que seguro se llena de valentía con las ocurrencias de su compañera y con ella hace cosas que jamás haría, como pintar sus labios rojísimos o encariñarse con los conductores de la línea de Colinas de Bello Monte a las 7 de la noche. Ese día fui partícipe de lo que estoy segura fue uno de los golpes de adrenalina más importantes en la vida de esa flacucha, y todo gracias a su Quijote: Andreína.

Otra vez llegó a la parada con una bolsa de plástico llena de maquillaje. En el camino a casa, en medio de las curvas, Andreína logró maquillarse con toda la disposición de mostrarse ante su
nuevo novio que manejaba con demasiada rapidez por las callejuelas de Bello Monte. El rimmel temblaba con la vibración del autobús irresponsablemente cerca de sus pestañas, era inquietante y nunca pude entender cómo logró hacerlo sin meterse medio pincel en el ojo.


Hace un par de semanas entabló una relación estable con uno de los conductores. Desde ese día lo abraza desde la espalda con cariño, le aprieta la barriga y lo mira con admiración. Y por mucho que mi instinto morboso me haga imaginar que Andreína está siendo víctima de un gang-bang en la caseta de la policía o que es una traficante de dólares o que la raptan de tanto en tanto para que sea la protagonista de un ritual santero, el cuadro que se revela ante mis ojos es mucho más dulce. Él se deja, se entrega a su pavo real con tranquilidad y sin perversiones y enlaza sus manos con las de ella.


Desde hace unas semanas a Andreína la han estado entrenando para cobrar el pasaje. Ahora tiene responsabilidades y su desenfado está supeditado a sus labores en el autobús. Hace dos días me sorprendió cobrándome el pasaje a mi.

“Pasaje...” me dice sin levantar la mirada de un fajo de billetes que lleva en la mano. Me congelé. Andreína había salido de su escenario regular para hablarme y la tengo peligrosamente cerca. Resulta que es de verdad.

Me invadieron unas ansias enormes de preguntarle:
¿Qué edad tienes tú? ¿Te gusta mucho ser colectora? ¿Estás enamorada? ¿Ya se besaron? ¿Por qué tu mamá está tan triste? ¿No te da miedo? ¿No te da frío?


Estoy agitada, nerviosa. Siento que algo se expande en mi pecho, puedo percibir cómo cada poro de mi piel se abre y cierra como flores que reciben el sol. Me aferro al asiento sin quitarle la mirada de encima.

Todo pasa muy rápido hasta que me doy cuenta que mi silencio es de los incómodos. Busco en mi monedero dos billetes y se los entrego. Los agarra autómata y me da el vuelto sin mirarme para seguir su camino.

Me quedé inerte en mi asiento, como barrida por un huracán, pero mi ceño nunca estuvo tan relajado. 








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