Debería existir un órgano que se hinche cada vez que entramos en discusiones repetitivas sobre la situación de Venezuela. Un medidor interno que sea capaz de informar a nuestro cerebro el momento preciso en el que la conversación deja de tener sentido y comienza a convertirse en un acto de repetición morbosito. Ese cambio de ritmo, ese tembleque en el que buscamos en nuestros archivos cuál historia va a horrorizar más a nuestros oyentes y con qué tono de voz diremos nuestro próximo "esto es el colmo!" como si fuésemos los primeros en identificarlo.
Este medidor no tiene que detener nuestro discurso. Lo que tiene que hacer es informarnos sobre nuestro propio proceso semántico. "Ok. Dijiste lo que tenías que decir. Te estás poniendo un pelo loco y partir de aquí, vas solito. Estás disfrutando tu quejadera un poco mucho." Es entonces cuando el individuo tiene la opción de hacer consciente la esterilidad de su monotema, y de la conversación de la que forma parte.
Y eso es todo. Que no pasemos esa línea sin dejar de percatarnos del ridículo que estamos haciendo.
No estoy hablando de coartar libertades. No, tampoco hablo de prender cauchos en el callejón. Estoy hablando de entender que a partir de determinado momento, nuestra predecible indignación no nos va a dar sosiego ni soluciones. Solo aburrirnos, y eso es bastante.
Y lo más importante: no estoy hablando de evadir ni de dejar de exigir. Hablo de que en medio del escándalo que provoca un video de youtube, el aseo tiene mas de dos semanas sin pasar y a usted no se le ha ocurrido echarles una llamadita para hacer un reclamo formal.
Propongo entonces ponerle fecha de vencimiento a las discusiones repetidas y empezar a modificar nuestras reacciones ante "el horror" que vivimos. Porque si algo he aprendido de nosotros mismos, es que escandalizarnos en una cola en el supermercado no nos ha llevado a nada. No está en nosotros la posibilidad de acción dentro de la consternación. Más bien nos paraliza. Eso no ayuda a nadie, ni a usted señora, ni a los muchachos, ni a su marido ni a su comadre Teresa.
La consternación no será ya suficiente para lidiar con nuestros días, ni la queja compartida con un café en el desayuno. Vayamos en camino a un genuino auto-conocimiento. Para eso hay que abrir bien los ojos y cerrar bien la boca.
Propongo le demos una probada a bajar la cabeza y recibir lo que se nos viene como el alimento más nutritivo que podemos consumir. Como la mayor lección, como el mejor coñazo.
Una vez que metamos la cara en ese lodo, sabremos exigir sin victimizarnos. Porque el escándalo es la zona de comfort más triste de todas.
Una vez que metamos la cara en ese lodo, sabremos exigir sin victimizarnos. Porque el escándalo es la zona de comfort más triste de todas.
Es el momento entonces, de situarnos dentro de la excrecencia que nos irrita. De prepararnos para esta realidad espinosa sin paralizarnos. De arder con ella y caminar. De que no nos tome con sorpresa ningún resbalón. De inhalar profundo cuando pasemos por el basurero.
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