Hay un cuento de
cuando tenía cinco o seis años, de una conversación con mi mamá sobre una inquietud
rarísima que me obsesionó por mucho tiempo.
La frase clave de la conversa era:
“Mamá. Tengo miedo… Tengo miedo de ser…
puta!!!”.
Cinco años, CINCO.
Hoy entiendo que
tenía un miedo enorme a sentir atracción por los clásicos instintos sexuales
primerizos. Veía una película que me parecía sexy y pensaba que iba a ser una
puta, normal. Tan normal como creer que los bebés vienen de que un hombre le
haga pipí adentro a una mujer. Children stuff.
Hoy ya no hay
tanto miedo pero más locura.
Hoy hay veces en
las que sin querer, como ahora, pasan por mi cabeza muy rápidamente las
imágenes más depravadas posibles en la vida del universo galáctico. Es algo que
a veces trasciende lo sexy y es sólo… depravado. No hay otra manera de ponerlo.
Estos glimpses de perversión vienen y van. Y cuando tengo suficiente conciencia
como para darme cuenta de lo que me estoy imaginando, y lo que es peor, cuando
empiezo a ponerle rostros a los involucrados, tengo que hacer algo, algún gesto
físico que detenga esta locura. Generalmente es una sacudida de cabeza, un
apretón de párpados. Cualquier cosa que detenga esa sinapsis extraña.
Y no es que
vengo pensando en algo y voy hilando una historia que termine vinculada con la
depravación. No. Es que de repente estoy comprando harina pan y pienso en
Nicolás Maduro con mi prima menor y un mapache. Y esto es light. Una foto,
pues. Un capture, cero historia ahí para desarrollar. Y no lo disfruto, es una
cuestión de cuán lejos puedo llegar.
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