Día 9.
No entendí qué sentía pero algo no estaba funcionando. No terminaba de estar completamente cómoda y reconocerlo me costó, porque uno debería sentirse cómodo siempre en estos momentos de la vida. Un viajero sin preocupaciones, con apertura todos los días las 24 hrs. Uno debería poder apreciar todo y sentir gratitud siempre, ¿no?
No. Esta vez no fue así y está bueno también decir eso. Cero soulsearching romántico, en esas 5 ó 6 hrs inquietas en la mitad de Transilvania.
Tuve mis momentos de brillo, cómo no, como los veinte tranquilos minutos que pasé en el cementerio en completa paz o la subida por aquellas escaleras viejas construidas para que los feligreses fuesen a misa y no se mojaran bajo la lluvia y agarrasen una vergonzosa neumonía, o el viaje en tren desde Bucarest, o estas ganas que no se me quitan de volver.
Sin embargo, en ese momento la sensación era de incertidumbre; con una percepción que traté de sacudirme de las personas del pueblo, como seres que vivieron cosas terribles o que les contaron sobre cómo su familia vivió cosas terribles y temen vivirlas ellos mismos. Sí sentí eso. Una actitud como de: "no sé, por favor no me preguntes tanto". Intranquila. Como pocas veces me he sentido en casa donde lo que más hay es intranquilidad.
Fue además demasiado tiempo para un pueblo tan pequeño y pensando que quería, me forcé a agarrar un tren a Brasov solo para llegar a la estación y darme cuenta de que me quería regresar. Qué vergüenza. Qué poco intrépida. Porque entre la fiebre que somaticé descaradamente y la incertidumbre, preferí devolverme a Sighisoara, a mi mesa en el café de las tortas de chocolate curiosas, donde las dos turistas inglesas con las piernas peludas hablaban sobre sus divorcios. Rodaban además una peli en la calle principal, completamente cerrada para turistas durante todo el día. Me uní a un grupo de turistas judíos indignados y ahí estuve, sin entender una sola palabra, pero asintiendo con decisión cuando la que asumo era la líder del grupo le manoteaba en la cara al asistente de producción. De más está decir, que disfruté de la versión especial del Hava Nagila que tres personajes del pueblo le montaron al pequeño grupo de judíos decepcionados. Faltaban sólo tres Harleys y un orangután suelto para cerrar el cuadrito surrealista.
Di vueltas, wifi, más vueltas, leer, otra vuelta más, wifi, tiendas de souvenirs, Vlad Dracul, wifi, ida a la estación de tren para asegurarme que tendría un compartimiento para dormir (gasté 7 euros en 4 viajes de taxi ida y vuelta a la estación) "Gara, Piaţa Citate, Gara, Piaţa Citate" wifi, pollo relleno con paprika, vuelta, y finalmente me senté en el banco central de la Ciudadela a sentir un poquito de desamparo. Mal humor. O hablaba con alguien (o con algo) o se venía el llanto de bebesota.
Loco time. Agarré la cámara y decidí registrar el bajón. Durante un minuto aproximadamente le hablé a la cámara. De lejos la imagen mía no podía ser nada más sino friqueante. Estuvo buena la catársis pero no fue suficiente.
Un grupo de turistas gringos se sentó a mi lado. Ya saben, gorros de safari, bermudas caqui, cholas con medias, camisas a cuadros. Oí a una señora que decía que no se sentía muy bien. Yo, entre mi paranoia de comprar fármacos en países demasiado desconocidos, había estado sobreviviendo mi leve malestar a punta de té del hostal... Así que en aras de establecer el diálogo y mantener mi sanidad mental vino el clásico: "Sorry, I couldn't help over hearing your conversation..." (ja!) "...i've been feeling pretty bad myself and I just wanted to know if maybe you knew where can I find a pharmacy and what is the romanian name for Paracethamol?"
La culpa no es de Sighisoara, ni de Transilvania. Fue este bajón viajero, que nunca pensé en contar, porque los viajeros no se preocupan por el nombre en rumano del paracetamol ni temen ser mordidos por perros con rabia.