Asumo
en este momento los enemigos ligeros, los corazones que no obtendré, los likes que no se darán, los unfollow, y todos los
mecanismos de aprobación con los que nos acariciamos el ego en estos días de
redes.
Yo
estudié en una universidad que puede ser considerada "de calidad".
Una universidad privada, con buenos profesores y otros no tan buenos. Esta
universidad, como muchas, tenía una línea editorial y una obvia postura
socio-política. Me di cuenta desde
temprano que esto tenía que tenerlo muy claro para poder asimilar con amplitud
y con cierto ojo crítico lo que me enseñaban.
Al
haber estudiado una carrera relacionada a la política, no hubo momento en el
que no se vinculara lo que estudiaba con la situación del país. El lado “b”
es que pocas veces se hacían análisis exentos de emocionalidad, se debía tomar
en el acto una posición, y en muchos casos, se asumía esa posición como unánime
entre los estudiantes. En
medio de esto, se realizaban a menudo foros y tertulias, entre los que hubo unos
verdaderamente estériles, donde algunos profesores exponían las mismas ideas
que exponían en clase con los mismos estudiantes que compartían la misma
visión. La única diferencia era que esto se decía en un auditorio.
Y en
este caso no es el mensaje lo que interesa, sino esa sensación con la que
salían estas personas de estos salones, satisfechos todos de haber expuesto y
discutido lo que discuten siempre ante estudiantes que no los cuestionan (o no
los cuestionan con seriedad, sino desde una rebeldía rarísima, aderezada con
franelas de Rage Against de Machine pero con un claro deseo de asesinar a Manu
Chao, mientras leían dos o tres artículos de BBC mundo, pero se descargaban el
resumen de La República de Platón, porque #MaricoNoEstudié).
Desde
hace rato pasa algo parecido en el micro limbo al que tantos volvemos aunque no
queramos: Facebook. Ese espacio libre de autoexámenes, donde es facilíiito
publicar cosas, asumir posiciones, pero no tan fácil entendernos y defenderlas.
Para
ilustrar me remito a una experiencia reciente. Amnistía Internacional sacó un
video sobre la cantidad de balas en el país. Lamentable, sí, pero no nos
están contando nada que nos conozcamos. Estamos claros, o deberíamos estarlo,
de cuál es el problema. Pero claro, es un video en blanco y negro, con una
música ominosa y una problemática real. Empieza la share-histeria.
Sin
poner en tela de juicio el trabajo fáctico y no virtual que esta organización
hace a favor de la no violencia, me causa curiosidad (una honesta y no
cínica curiosidad) cómo
creemos que este mensaje es difundido hacia donde realmente importa cuando
decidimos copiar y pegarlo en nuestro muro. Muro al cual acceden nuestros
contactos, que probablemente piensen igual que nosotros, porque muchos habrán
ya borrado a algún infiel que haga lo contrario.
Entonces,
a ver si entiendo el proceso de pensamiento: vemos un video ligeramente
conmovedor pero sin ninguna información nueva, sobre la cantidad de balas en el
país, nos indignamos, lo ponemos en nuestras redes para continuar indignándonos
entre nuestros amigos, y luego bajar ese scroll y meternos al último top 20 sobre las
papas fritas más gordas según Buzzfeed. Está ahora usted indignado y gordo.
Todos
necesitan sentir que aportan algo; pero hagamos el favor de reconocer las
mínimas posibilidades que tienen este tipo de iniciativas si no salen de
nuestros cómodos portales.
De
hecho, no sólo disminuimos las posibilidades de que el mensaje funcione, sino
que continuamos fortaleciendo la torrecita de marfil en la que nos hemos
encerrado. Convertimos nuestros problemas en monotemas y luego nos damos
palmadas en nuestras propias espaldas y quedamos contentos porque cumplimos con
nuestra cuota de responsabilidad social.
Eso por
un lado, por el más ingenuo e inocente de los lados, el que acepta las buenas
intenciones de quien cae en esta dialéctica extraña. No hablemos ya de los
casos contradictorios, como el del chico de veintitantos que decide ir a un
concierto anti-violencia, en el que se entró a coñazos en un pogo, y del cual
sale mentando madre a un motorizado y metiéndole cachetadas a la novia.
Si el
tema central de este video son las balas y por lo tanto, las armas de fuego,
pregúntese usted cuántos amigos tiene en Facebook que puedan ser directamente
movilizados por un material como éste. Un material que a pesar de su hechura
decente, no plantea nada que no se plantee en un periódico. Parece una decisión
azarosa, doméstica y normal porque “es mi espacio de red social y hago con él
lo que quiera", pero no lo es. Es un espacio abierto y ninguna de nuestras
decisiones dentro de él son casuales.
Cada
decisión que se toma en un espacio como éste, es susceptible de ser revisada en
tanto que llega a otros y el significado está ahí, esperando a ser reconocido. Es como quien caga y no quiere hacerse cargo de su mojón. Una vez que se
asumen las razones y las consecuencias reales de hacer click en
"share", la cosa se pone un poquito más honesta.
Entonces: antes de compartir cualquier cosa en una red que expande sensaciones pero no necesariamente soluciones, piense a quién quiere dirigir su mensaje y tenga claro su significado. Compartir un video anti-balas (repetitivo, en mi opinión) en Facebook no me hace ni mejor persona ni me hace menos indiferente.
Muy
poco hago yo usando una franela de #NoMásBalas en la panadería St. Honoré de
Valle Arriba si no establezco contacto directo con alguien distinto a mí. El
impacto es prácticamente nulo si no nos asomamos un poquito afuera de
nosotros.
Comparta,
señora, pero sepa por qué y para qué comparte.