Y ése día hizo una ofrenda.
Algo parecido a lo que hacían los aztecas con los corazones de las vírgenes pero sustrayéndole el drama y el desmembramiento. Ése día, luego de la empanada de mechada con salsa de ajo, comida en medio de un colectivo que a pie esperaba su turno para coger el picante, pasó de lado a una anciana, de unos 80 años, que vendía en el piso de la Plaza Las Tres Gracias, unos pañitos de cocina. Tarjetas desgastadas de Piolín para el día de los enamorados, encendedores, dos esponjas y un prendedor brillante en forma de lazo. Iba a ser probablemente la única clienta del día de la anciana, de la semana, o del mes.
Cargando todo el evento con gran romanticismo e intuición (porque a través del raciocinio cuadrado y lógico no hubiese tenido mucho sentido) pensó: “Voy a comprarlo”. La compra fue la ofrenda, una especie de regalo místico para que las ruedas se mantuvieran en movimiento, para dinamizar una semana que se veía catastrófica; un simbolismo… holístico o algo así. Lo importantes es que cambió algo, hizo lo que nunca hace, y se detuvo para comprarle a la anciana el prendedor. Valió el brillo en los ojos de la señora, y a pesar de regatear con ella (la anciana no era tonta), terminó llevándose el lazo a casa.
Era un de las compras más significativas que había hecho porque estaba absolutamente convencido del objetivo que buscaba. “Esto es una ofrenda al universo, algo para que los engranajes no se detengan”.
Yo, que jamás hago cosas así, hoy le compré un lazo de fantasía a una anciana de 80 años que solitaria esperaba en la esquina de la vacía fuente, al lado del empanadero. Mi pitonisa urbana, ni ella misma lo hubiese creído.